las crónicas del hugo, los tigres de rocha

...pudo contar el cuento.
Nos contaba esto don Luis, hombre del siglo XIX, pues había nacido en 1897, y en su larga vida (96 años) conoció muy bien sus pagos, lugar donde nace esta historia.
Nos decía que don Antonio estaba en los montes próximos a "La Blanqueada", una estancia muy antigua cerca de Castillos, en el "Camino de los Indios"; y que allí cumplía con su habitual tarea de hacer carbón de leña.
Nuestros bosques nativos son ricos en árboles de madera dura donde sobresale el coronilla, y en esos tiempos no sólo se usaba la madera de esos montes como leña, sino que con ella también se hacía carbón. En nuestros recuerdos permanece la imagen de las bolsas de arpillera con ese carbón, con la boca atada con enviras, o mejor dicho, la corteza de ese arbusto tan común en nuestros campos.
Don Antonio tenía su pequeña choza dentro del monte, próxima a los hornos que iba quemando.
La soledad no era problema para este hombre con fibra de gaucho, manos grandes y nudosas, ennegrecidas por su oficio de carbonero. Por otro lado, esa soledad de don Antonio era relativa; en las mañanas el monte reventaba en cantos de sabiáes, calandrias y otros cantores alados, y en las tardecitas y al oscurecer, el grito de los zorros marcando territorio era una sinfonía habitual. Sin duda no estaba solo, los ruidos del monte y de los bichos le acompañaban siempre, y el sabía escucharlos. A veces dialogaba con ellos, con esa armonía natural que existe entre el hombre del campo y su entorno.
Pero al monte agreste que le daba el oficio a don Antonio no sólo lo poblaban las aves y los zorros, o los gordos tatúes que de vez en cuando le daban un buen bocado; allí también habían otros integrantes de nuestra fauna salvaje que no eran precisamente objeto de caza, sino mas bien cazadores, incluso de hombres. Nos estamos refiriendo al llamado tigre, o jaguar.
Caminaba don Antonio rumbo a su choza después de haber cubierto con tierra el horno que humeaba por los agujeros en su superficie con forma de hormiguero gigante, y de pronto, frente a él, amenazante, agazapado, estaba el tigre.
Don Antonio sabía de su existencia pero la repentina aparición lo sorprendió. Pero no lo amilanó; echó mano a su pistola y reculó hacia el horno. El tigre se acercaba lentamente, casi arrastrando su vientre en el suelo, pronto a dar el salto de ataque. Parecía que la suerte de don Antonio estaba echada. Reculando tropezó y cayó de espaldas. El tigre saltó, cayéndole encima, y don Antonio, con su pistola en la mano, logra meter el caño en la boca del tigre y dispara. El animal cae muerto; el tiro entró en su cabeza por el único lugar por el que una bala de esas características podía entrar: la base del cráneo.
No había llegado el día para don Antonio, y así pudo narrar su aventura cuya historia llegó hasta nosotros.
Hay otras anécdotas de tigres en nuestra zona, relatos que iremos narrando en próximas notas.